La era de los excesos de las startups no muestra señales de que esté cerca de terminar
La máquina de exagerado entusiasmo que transformó a una empresa con pérdidas como WeWork en un gigante de US$ 47 mil millones sigue operando, y nadie parece haber aprendido la lección.
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Elaine Moore
A mucha gente le conviene hacer creer que el caso de WeWork fue algo único. Si pintan a su fundador Adam Neumann como un estafador mesiánico, los miles de millones de dólares que desaparecieron tienen más sentido. Destacan todas sus diferencias con otras startups estadounidenses y preservan así la fe en la máquina de capital de riesgo de Silicon Valley. Pero WeWork fue un ejemplo extremo del exceso de entusiasmo en estas empresas emergentes, no la excepción.
Dos años después de que la firma de coworking se derrumbara, siguen apareciendo historias sobre su delirante codicia. La historia de WeWork ha producido libros, podcasts y documentales. El último, “The Cult of We”, de Eliot Brown y Maureen Farrell, hace un excelente trabajo al mostrar cómo las llamativas fiestas de tequila, los extravagantes inversionistas y un extrovertido fundador desviaron la atención del hecho de que se trataba de una empresa inmobiliaria de Nueva York disfrazada de startup tecnológica.
Sin embargo, la incómoda verdad sobre WeWork es lo familiar que resulta su caso. Consideremos el prospecto de la compañía que causó su caída en 2019. Las extensas digresiones sobre elevar la conciencia eran tontas y las pérdidas impactantes. Pero no todos los grandes números fueron sorprendentes. La afirmación de WeWork de una oportunidad potencial de mercado direccionable de 1,6 billón (millón de millones) puede parecer fantástica, pero es una métrica estándar, aunque caricaturizada.
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Promesas exageradas
Cuando la aplicación transporte compartido y reparto de comida Uber se abrió a bolsa, afirmó que su mercado potencial incluía todo el dinero gastado en restaurantes. La empresa de alquiler vacacional Airbnb sumó cada dólar gastado por turistas y residentes en parques de atracciones, campamentos de verano, spas y otras actividades recreativas. Las afirmaciones de perspectivas exageradas son rutinarias. Si no habla de billones, está mal.
El dinero que WeWork gastó mientras reacondicionaba las oficinas y las arrendaba fue espectacular y no habría sido posible sin SoftBank, el inversionista tecnológico japonés. El año antes de que intentara abrirse a bolsa, perdió US$ 1.900 millones. Pero no estaba solo. Uber, también respaldado por SoftBank, reportó US$ 1.800 millones en pérdidas ajustadas el año anterior a su cotización. Y tres años después sigue perdiendo dinero. También lo hacen Airbnb, Snap, Palantir, Lyft y Slack. La aplicación de trading de acciones Robinhood se listó en bolsa la semana pasada tras informar pérdidas por US$ 1.400 millones en los primeros tres meses del año.
De hecho, las pérdidas operativas parecen triviales comparadas con una serie de startups que cotizan en bolsa sin ingresos o sin un producto funcional. Archer, una compañía de taxis aéreos de Palo Alto, se abrirá a bolsa a través de una fusión con una Compañía de Adquisición de Propósito Especial (SPAC, sigla en inglés) este año, antes de tener un prototipo capaz de transportar pasajeros. El apetito por los listamientos a través de SPAC incluso ha dado a WeWork una segunda oportunidad de unirse a los mercados, aunque con una valoración mucho menor.
WeWork era, y sigue siendo, una buena idea. Las sedes corporativas estériles son desagradables. Por unos pocos cientos de dólares al mes, ofrece a los trabajadores un espacio atractivo y divertido. Pero el talento de la empresa para el espectáculo ha socavado repetidamente su negocio. Salas llena de gente jugando tenis de mesa, charlando en sofás y bebiendo café, algo que WeWork denominó “activar el espacio”, hacían parecer a las oficinas tradicionales lugares sombríos. Pero ahora se sabe que la compañía alentó a los usuarios a ocupar estos espacios cuando los inversionistas u otros invitados estaban de visita, para que vieran una versión idealizada de la vida en una oficina de WeWork. Al final del recorrido las habitaciones quedaban vacías.
Un mundo mejor
Es posible que el carisma aparentemente magnético de Neumann no sea igualado en el corto plazo. Pero los inversionistas y la prensa todavía están ávidos de historias de fundadores extraordinarios. La última celebridad es Sam Bankman-Fried, un desaliñado fundador de una empresa de comercio de criptomonedas de 29 años cuyo patrimonio está estimado en US$ 8.700 millones y a quien le gusta dormir en un puf.
Incluso el capitalismo hipster digital tan ridiculizado de WeWork no ha anulado la tendencia de las empresas a afirmar que pueden convertir al mundo en un lugar mejor. Cuando la plataforma de criptomonedas Coinbase declaró planes para salir a bolsa este año, se jactó de que su visión era ser parte de un nuevo sistema económico en el que “se aceleraría el progreso humano”.
El fracaso de WeWork humilló a sus inversionistas y costó a los empleados sus puestos de trabajo. Pero la máquina de excesos que convirtió un negocio de alquiler de oficinas con pérdidas en una empresa de US$ 47 mil millones con planes en un mercado valorado en US$ 100 mil millones todavía está en funcionamiento. También siguen presentes las bajas tasas de interés que ponen al dinero a buscar desesperadamente activos de riesgo. La primera mitad de 2021 ha sido la más activa de la historia para el financiamiento de empresas tecnológicas no transadas en bolsa. Y la era de los excesos no da señales de haber aprendido la lección.